Soportó 3 infartos y 18 cirugías tras un mal procedimiento estético

A Rosario Martínez le aplicaron biopolímeros para aumentar sus glúteos. Intervención casi la mata.

Los tres minutos que Rosario Martínez estuvo muerta, según la explicación que le dieron los médicos, le alcanzaron para vivir una pesadilla:

“Ya me estaba muriendo, o morí, porque vi cantidad de gente que me juzgaba: ‘¡Por qué hizo eso! ¡Ahora se va a morir!”.

“Me tiraban esperma caliente en el pelo y me tiraban balines en las orejas, y yo gritaba: ‘¡Dios mío, perdóname!’, pero seguían gritándome. Luego, me cogieron con unos ganchos de colgar carne y me levantaron, yo gritaba, en una agonía horrible, hasta que caí en la oscuridad y pensé que había muerto”.

Despertó. Vio el cielo raso y recordó que estaba en la unidad de cuidados intensivos del hospital Santa Clara. Su pesadilla, ahora en el mundo físico, continuaba: quiso levantarse, pero los brazos y la cabeza los tenía amarrados a la cama, no se podía mover ni hablar, porque la habían intubado, respiraba por una traqueostomía y le dolían las cicatrices en el cuerpo, tras varias cirugías.

Le dicen que estuvo muerta porque sufrió tres infartos seguidos, mientras le hacían la primera y más delicada de las 18 operaciones que hasta hoy le han realizado. El corazón se le detuvo, pero los desfibriladores consiguieron revivirla. Han sido los cuatro meses más duros de su existencia (cumplió 50 años).

Ni me di cuenta de que estuvieron conmigo, estaba inconsciente. Solo recuerdo que alguien me cogió la mano y dijo que parecía un guante lleno de aire, como si fuera a estallar

Casi mortal

Su karma comenzó el 17 de marzo pasado. A las 3 de la tarde, dos peluqueros de El Amparo (Kennedy), conocidos en el barrio por inyectar biopolímeros en los glúteos de varias vecinas, con el propósito de aumentarles el tamaño de los mismos, llegaron para hacer lo propio con Rosario. No contaban con certificados profesionales ni licencias de salubridad.

“La señora donde yo vivía me contó que se los habían aplicado sin problemas, que no dolía porque era como una inyección. Me dijo que a ellos les quedaban dos frasquitos de biopolímeros, y que si quería hacérmelo; ‘claro’, dije yo, aunque me daba un poquito de miedo”, reconstruye esta víctima del mal llamado procedimiento estético.

Habla despacio, sin fuerza, sentada en el comedor de la casa-bodega donde la acogió una sobrina, mientras avanza en su recuperación. Hace tres semanas salió del hospital. De 55 kilos bajó a 33, y agrega que no se murió porque en Panamá y en Bogotá, donde ha vivido sus últimos años (original de Montería), se dedicó a caminar mientras vendía todo tipo de productos puerta a puerta. Su último trabajo fue una venta de películas piratas.

La hicieron acostarse boca abajo, en su propia cama. En las nalgas le pusieron sendos catéteres, a través de los cuales entraría la sustancia. Aunque le advirtieron que no dolería, a la primera inyección comenzaron los problemas:

–Me está doliendo mucho, no, no, no. Duele demasiado, me arde, siento que me quema.

–Debe ser que no le obró la anestesia, eso pasa –la tranquilizaba uno de ellos, quien decía que había estudiado enfermería y le realizaba el supuesto aumento de glúteo por 500.000 pesos.

Pasaron 20 minutos hasta vaciar los ‘frasquitos’. Pero a pesar del dolor, Rosario se levantó, se miró en el espejo y vio que estaba enrojecida, como si se le fuera a romper la piel: –Con antibióticos se le pasa, tranquila –apuntó otro de los sujetos, antes de salir.

Como el dolor siguió, en la noche regresó uno de los tipos. Armado con una jeringa de antibiótico, trató de poner la inyección en el glúteo, pero estaba tan duro que hubo que tantear en la pierna, y al intentar penetrar, la aguja se tapó. El torrente sanguíneo comenzaba a sucumbir.

“Esa inyección me habría terminado de matar”, dice Rosario, y confiesa que durante los meses que siguieron de calvario le rogó a Dios que la salvara, a cambio de “volver a su camino y dejar a un lado la vanidad”.

Esa noche la pasó rabiando del dolor, tomando pastillas y bebidas que le daba la casera. Sin poder caminar, la llevaron al hospital Santa Clara, de madrugada. Apenas el médico la palpó, dijo que la situación obligaba a cirugía. Asustada, lloraba y no quería que sus familiares se enteraran, porque le daba vergüenza:

–Doctor, mejor me voy para mi casa.

–No se vaya de aquí porque se muere, usted está complicada. Hay varios órganos comprometidos: los biopolímeros dañinos ya le generaron la muerte de los tejidos del glúteo, y se le están regando por todo el cuerpo. Tiene en riesgo hígado, riñones y pulmones.

La operaron de urgencia, y en las semanas siguientes vinieron coleostomía, traqueostomía y otros procedimientos quirúrgicos para mantenerla viva. Se hinchó tanto que apenas cabía en la cama.

La familia comenzó a llegar de Montería y Panamá, y su estado de salud fue tan grave que alcanzaron a hacer diligencias exequiales. “Ni me di cuenta de que estuvieron conmigo, estaba inconsciente. Solo recuerdo que alguien me cogió la mano y dijo que parecía un guante lleno de aire, como si fuera a estallar”.

Me falta una cirugía más en estos días: me halan la tripa y me la pegan bien al colon, después de la coleostomía que ya me hicieron. Luego vendrán siete operaciones más

Dolor y esperanza

Para tratar de limpiarle la sangre mala y evacuar todo lo que podía matarla, le conectaron una suerte de manguera que día a día iba drenando. Cada semana se llenaba un recipiente.

Los dos primeros meses fueron de confusión y lucha. A Rosario le quedaron tantas cicatrices que algunas no sabe ni por qué están en su cuerpo, incluidas una en la ingle y otra en la espalda, porque la sustancia avanzó hasta allí.

Aún no debe caminar. Aparte del desaliento y el dolor que siente en toda su humanidad, la cicatriz de la entrepierna, de la cual le extrajeron piel para hacer un injerto que le recubriera el tejido que se le pudrió en el glúteo izquierdo, sangra cada vez que hace un esfuerzo. El médico le exige guardar reposo.

“Me falta una cirugía más en estos días: me halan la tripa y me la pegan bien al colon, después de la coleostomía que ya me hicieron. Luego vendrán siete operaciones más para la reconstrucción del cuerpo”, agrega Rosario, ni cinco de entusiasmada, y apoyada sobre la mano derecha: no resiste descargar su escaso peso sobre las posaderas.

Hace tres semanas le dieron de alta y los vecinos la animaron a denunciar. Sin embargo, advierte que ella misma fue quien se buscó ese mal.

“Estoy mayor y nadie me obligó a hacerlo, aunque ellos (peluqueros) se perdieron cuando supieron que yo estaba para morirme. Ahora, lo que le digo a la gente es que aprendan de mi ejemplo, que con eso no se juega, porque así como me dijo el médico en broma, estuve ‘pa’ pelar el bollo’, pero me salvé porque Dios aún no quería que me fuera”, finaliza Rosario, con los ojos encharcados y en su acento más costeño.

Información de: El Tiempo