River Plate y Boca Juniors. El clásico de siempre. Ese que demuestra en cada edición que no importa el antes ni el después. Que cada partido escribe una página en una rica historia de rivalidad. Ese odio, esta vez, no pasó la frontera del folklore y, a pesar de algunos hechos aislados, no se registraron peleas ni incidentes de gravedad. A pesar que desde muy temprano, camisetas de uno y otro se cruzaron en plazas, calles, restaurantes y bares de la ciudad. En cierta forma, puede decirse que la final de Supercopa que ganó River, fue un triunfo del fútbol que Argentina se debía desde hace muchos años. El que juegan rivales, y no enemigos.

Desde el primer minuto de juego se vieron las intenciones de cada uno. River, urgido por un presente lleno de fantasmas, en el que no le sale una, fue a presionar bien arriba en el campo rival. El objetivo era tener la pelota aunque muchas veces no sepa que hacer con ella. Boca, a pesar de que se trataba de otro torneo, jugó con la parsimonia y comodidad con la que lo hace en la Superliga, el torneo en el que marcha puntero desde hace más de un año y le lleva 23 puntos a su eterno rival. El mismo con el que se reencontraba esta noche en Mendoza, a 1.000 kilómetros de Buenos Aires. El objetivo, aprovechar la lentitud de los defensas rivales y esperar algún error que deje a sus delanteros mano a mano con Armani, que mostró seguridad en las tres primeras jugadas serias de ataque en su área.

Sin embargo, el orgullo herido de los de Gallardo, especialistas en los “mata mata”, fue suficiente para conseguir la ventaja parcial. Un centro perdido quedó en los pies de Ignacio Fernández, uno de los mejores del conjunto millonario, y en lugar de mandar el centro, combinó con el Pity Martínez que le devolvió el balón para que remate, pero fue trancado por Cardona y el árbitro cobró penal. A los 18 minutos, Martínez lo cambió por gol y River se puso en ventaja. A partir de allí, comenzó otro partido. Un partido en el que Boca no pudo salir del aburguesamiento con el que entró en el campo y sus líneas quedaron desconectadas, como la mayoría de los móviles presentes en el estadio, a pesar del anunciado debut del “anillo digital” con WiFi gratis para todos, y que fue para nadie.

Boca salió a buscar el empate en el segundo tiempo pero se encontró con una muralla digna de un sueño de Donald Trump. A poco más de tres meses de llegar a River, Franco Armani tuvo su noche consagratoria. El portero tuvo al menos cuatro intervenciones que eran seguras caídas, y que resolvió con personalidad, sobre todo en una doble tapada ante Fabra y Nández que terminó con una contra letal manejada por la otra figura del encuentro, Ignacio Fernández, y el gol de otro Ignacio, Scocco, para poner el 2 a 0.

Los 15 minutos restantes estuvieron marcados por un dominio de pelota de Boca, que, aún sin ideas, inquietó a una defensa de River decidida a vender cara la derrota (o el empate). Boca careció de juego asociado y mostró una vez más falta de carácter en partidos por eliminación directa. Esta vez no hubo gol fantasma, como en 1976, y el propio River supo dominar a sus fantasmas.

Lo ganó River porque Boca entró a jugar el partido como si se tratara de la Superliga. Como si a un equipo con otro los separaran los 23 puntos que se imponen en el fútbol dominguero. Entonces, sus creativos Cardona, Tevez y Pablo Pérez, se perdieron en un toqueteo intrascendente para que a los delanteros apenas les llegue la pelota. Fue Pavón, en el sector izquierdo el que intentó fabricarse sus propias jugadas de ataque, pero se impuso con un viejo gladiador y exBoca Jonatan Maidana, que esta vez sí supo trabajar en equipo con su joven ladero, el pibe Gonzalo Montiel.

Lo ganó River porque tuvo más hambre o, mejor dicho, mayor vergüenza deportiva. Se puede creer que los de Gallardo también salieron a jugarlo a sabiendas de esos 23 puntos que los dividen, pero también confiando en que una victoria en este partido podría callar a propios y extraños y, por que no, servir de base para comenzar una nueva etapa de cara a la Copa Libertadores que está en juego. Entonces, cada pelota dividida fue de Ponzio o Enzo Pérez, cada envío aéreo encontró la cabeza de Maidana o Pinola, y el toqueteo entre Ignacio Fernández, Enzo Pérez y el Pity Martínez, fue productivo.

Lo ganó River por Rodrigo Mora. Un jugador al que todos creían retirado luego de una enfermedad que lo mantuvo casi un año marginado de las canchas, pero que volvió para demostrar que todavía le queda hilo en el carretel y, por sobre todo, mucho corazón. Por eso lo ganó River, porque tuvo más corazón que su rival. Un componente fundamental a la hora de jugar finales. Es así como River se toma revancha, 42 años después, y le gana a Boca una final para consagrarse Supercampeón.

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