La cabeza de Omar Malavé daba vueltas y vueltas, casi tantas como las ruedas del autobús que lo llevó al umbral del Estadio Universitario el sábado 24 de enero de 1998, hace exactamente 20 años. La temporada estaba a punto de terminar. A él lo separaban cuatro victorias de su primer título como manager en Venezuela. Cardenales de Lara, el equipo indómito que dirigió toda la campaña, se encontraba a horas de enfrentarse contra Leones del Caracas.

La mitad de sus pensamientos le daban seguridad en sí mismo y una confianza en su equipo. Si enfocaba su vista a un algún rincón del clubhuouse podía ver a Beiker Graterol en plena cháchara con sus compañeros. Ese hombre había sido reconocido días antes como el Pitcher del Año. Muy cerca estaba el lozano Juan Rincón, ganador del Novato del Año por sus esfuerzos en la ronda regular.

Malavé sabía mejor que nadie de lo que era capaz la ruidosa bandada del crepúsculo, la misma que ganó 43 de 64 juegos en la eliminatoria. La que aseguró su pase a la final con un pitcheo tan despótico, que dos décadas después todavía iba a tener el récord de la mejor efectividad colectiva en las postemporadas contabilizadas desde 1988: 1.86.

Los suspiros vuelan tan alto como el cardenal en el arrebol de la tarde cuando son recordados los brazos que utilizó Malavé durante el round robin. Graterol, Giovanni Carrara, Roy Halladay y Edwin Hurtado subían santamarías desde la rotación. A veces los ayudaba el joven Kelvim Escobar, quien también iba al bullpen de vez en cuando, como parte de su eterno camino en búsqueda de una especialidad monticular que jamás encontró.

Tim Crabtree era el cerrador y estaba rodeado por Antonio Castillo, Carlos Ramón Hernández, Luis Silva, Omar Bencomo, Rincón y Steve Sinclair.

Aun así, existía la otra mitad de ideas que le llenaban la cabeza a Malavé. La cautela y sus sinónimos bailaban burlonamente alrededor de una hoguera imaginaria. “Sabíamos que no iba a ser nada fácil”, recuerda el actual piloto de Navegantes del Magallanes, como si el transcurrir de los 20 años nunca hubiese sucedido. “El Caracas tenía un gran equipo”.

No era necesario un scouteo de avanzada para conocer a los hombres que estaban en el dugout contrario. Los pájaros rojos iban a desafiar a los lanzadores Joan López, Omar Daal, Ugueth Urbina, Urbano Lugo hijo, Kennie Steenstra, entre otros. Necesitaban medirse contra bates peligrosos como Roberto Petagine, Bob Abreu, Eric Owens, Ozzie Timons, Chris Prieto y Todd Walker.

Lo más recomendable era dejar de pensar y pensar. La ansiedad habita en los hombres con imaginación. Malavé tomó un marcador y escribió el lineup. Resultaba un mero ejercicio de caligrafía de tantas veces que lo estructuró en su cabeza: Scott Pose, Luis Sojo, Mark Whiten, Brian Hunter, Robert Pérez, Raúl “Tucupita” Marcano, Alexander Delgado, Mike Coolbaugh y Miguel Cairo.

“Creo que ese juego lo abrió Giovanni”, subraya Hurtado y suelta risas de vez en cuando, como si le diera cosquillas sumergirse en las memorias estancadas en la mente como grandes y profundas lagunas. “¿Esa fue la final de la trifulca, no?”, pregunta y vuelve a reírse al recibir una afirmación.

“Todo era muy intenso. Veníamos muy bien desde el Round Robin, recuerdo. Buscábamos el primer título como el grupo que éramos”, continúa Hurtado. “Ya habíamos jugado la final anterior contra el Magallanes, la perdimos. Y yo no había estado en la que ganaron Sojo, Robert y Giovanni en 1990”.

Al final del día las miradas del Cardenales estaban pegadas al suelo. El equipo fue derribado en el primer asalto. Quedó tendido en el abanico caraqueño, víctima de un palazo de Petagine en el undécimo inning. El ejecutor acusó a su inteligencia deductiva de favorecerlo contra Graterol. “Me había trabajado con lanzamientos rápidos”, le dijo a la periodista Loly Álvarez, quien buscaba declaraciones para El Nacional. “Aproveché el que me tiró”.

Era comprensible que Malavé y la parvada estuviesen abatidos. Pero al menos el nocaut no había sido decretado. Todavía quedaban seis rounds.

 

Roy Halladay fue las figuras clave de Lara en aquella temporada

 

MOMENTOS MEMORABLES

No es recomendable hacer una ensalada léxica en el periodismo. El beisbol se escribe con la terminología del mismo, sin usar las metáforas de otras disciplinas, como el boxeo. Pero para describir lo que sucedió en esa serie, no es descabellado utilizar tecnicismos pugilísticos.

Con la final empatada a dos laureles, Cardenales era el dueño del quinto cotejo gracias a su pitcheo. Urbina, en el octavo inning, le lanzó una pelota con malas intenciones a Delgado. La bola se encajó en la espalda del careta larense que no le importó la protección del receptor Wiklenman González, su adversario en el ring de grama y tierra improvisado en el Antonio Herrera Gutiérrez.

La intensidad de la pelea es lo que hizo que Hurtado bautizara la serie como “la final de la trifulca”. Whiten y Pérez querían aplastar a Urbina como dos paredes negras a un colérico león. Y González y Delgado se convirtieron en un solo cuerpo que se golpeaba a sí mismo.

“Todo eso trajo un ambiente muy tenso. Todos estábamos alertas”, señala Hurtado. “A pesar de eso, fue una final bonita, demasiado emocionante”.

Las promesas de venganza y desquite de Pérez, quien no le pudo asestar un golpe verdadero a Urbina –ambos se convirtieron en amigos años después-, fueron tan icónicas como el vuelacercas de Bob Abreu en el décimo capítulo del sexto juego.

A la vez que el Comedulce alborotaba las tribunas del Universitario, Crabtree metía la vista en sus zapatos abochornado y Hurtado estaba sentado en el dugout. Irremediablemente le tocaba a él abrir el último juego de la serie. Ojalá se hubiese acabado todo en ese sexto compromiso. Tal vez él, el domingo 1º de febrero, estuviese celebrando en paz el título y su cumpleaños 28.

“En el mismo momento que Abreu dio el jonrón, comenzó mi preparación para el séptimo. ¡Qué se le iba a hacer! Tocaba trabajar en mi cumpleaños”, dice Hurtado. “El mejor regalo que me podía hacer era ganar”.

La deseada felicidad por un año más de vida desapareció en las primeros dos episodios del domingo, alumbrado por el sol que siempre estuvo presente; y es que nadie se quería perder la última batalla. A Hurtado le hicieron una carrera en el primero y dos en el segundo.

“Nunca se me olvida, y ya se pueden imaginar la cosa. Mi pitcher, mi as, el hombre que durante toda la temporada había lanzado tan bien y de repente, en esos dos primeros innings, no era el mismo Edwin Hurtado”, rememora Malavé. “No se me olvida tampoco que hablé con él en ese segundo inning. Después de eso el Caracas prácticamente no le hizo nada”.

En cada capítulo Lara veía cómo se le escapaba la oportunidad de ganar el segundo título de su historia. Estaban dos carreras abajo. La distancia para igualar el juego lucía tan larga como el camino de Caracas a Barquisimeto a pie, y todo gracias al escapismo de Dave Stevens, abridor melenudo.

De repente el bate de Pérez sonó en el sexto inning. La bola abandonó el terreno y se perdió en el mar de manos que no le dejaba espacio libre al concreto de las gradas universitarias. El jardinero trotó las bases ante el aborrecimiento de la afición capitalina. Cuando pisó el plato el juego estaba igualado a tres rayitas.

“Fue un momento clave ese”, apunta Luis Sojo, desde Estados Unidos. “El equipo tomó como un segundo aire y pudimos anotar otras carreras más”.

“Y si no recuerdo mal”, agrega Malavé. “Ganamos ese juego 7 a 3”. El piloto tiene buena memoria. Cardenales celebró ante la tarde avileña. La larga campaña era diluida en chorros de champán y cerveza. Pérez fue electo como el Jugador Más Valioso, Hurtado ganó dos juegos, Delgado le dedicó el título a Carrara, quien se había ido obligado por su equipo en Japón; y Whiten besó a una muchacha sin nombre en el terreno.

“El viaje a Barquisimeto fue el más largo que hice en mi vida”, cuenta Malavé, cuyos pensamientos habían dejado de rodar y rodar, y estaban estacionados en el idilio que viven todos aquellos que alzan la copa de la LVBP. “Duramos como seis horas, pero valió la pena”.

“La gente nos esperaba desde Chivacoa”, añade Sojo.

Ambos coinciden en que la recibida en el Antonio Gutiérrez de Barquisimeto creó memorias inolvidables. Allí nació la dinastía roja que mandó en la liga hasta la campaña 2000-2001, y también los relatos de una alegría cardenal que hoy es veinteañera.

 

Giovanni Carrara solo abrió un juego por sus compromisos con el beisbol de Japón

Información de: LVBP