Mario Garfias no se lo pensaba dos veces antes de sacar el bate de béisbol, al que apodaba Panchito, para apalear a las mujeres y a las adolescentes a las que utilizaba como prostitutas en el barrio rojo de La Merced, en Ciudad de México.

Garfias se dedicaba a la explotación sexual junto con su hermano pequeño, Enrique, y su madre, Esperanza.Durante casi ocho años, el trío aterrorizó a las mujeres y a las chicas, a las que los hermanos se referían como “la mercancía”. Si ellas, algunas de tan solo 16 años, no ganaban cada día lo que les correspondía o desobedecían las reglas, tenían que vérselas con Panchito “Les decía que era hora de ver a Panchito y las golpeaba con el bate”, cuenta Mario Garfias, jefe de la banda de proxenetas.

“Claro que nunca les pegaba en la cara porque tenía que mandarlas a trabajar, pero sí en la espalda, las piernas y el trasero”, prosigue el extraficante, que, al igual que su hermano y su madre, pasó casi 12 años en la cárcel por sus delitos. También utilizaban pistolas de dardos, y en una ocasión ataron a una de las mujeres a una silla y le pusieron cohetes alrededor de los genitales, cuentan los hermanos.

Dos años después de que la familia fuese puesta en libertad, su relato es uno de los pocos testimonios de los métodos que emplean los explotadores sexuales, de los procedimientos para atraer a sus víctimas y de la violencia que ejercen para controlarlas. También revelan un círculo de violencia que normalmente empieza en la infancia ‒una experiencia compartida por los proxenetas y sus víctimas‒ y que difumina los límites entre el maltratador y el maltratado.

El maltrato infantil

Garfias y sus cinco hermanos crecieron pasando hambre en un hogar en el que la violencia doméstica era el pan de cada día. Esperanza, la madre, cuenta que un vecino de Ciudad de México abusó de ella cuando tenía cinco años, y que su madre le pegaba.

Para huir del maltrato, se escapó de casa a los 12 años. Como no tenía donde vivir y más tarde se quedó embarazada, se entregó al alcohol y a la prostitución para sobrevivir.

Nunca me enseñaron a valorar a las mujeres. Vi cómo mis padrastros pegaban a mi madre. Ella volvía con ellos una y otra vez, así que se convirtieron en algo sin ningún valor

Los hermanos cuentan que crecer en ese ambiente determinó su actitud hacia las mujeres y los orientó moralmente por el mal camino. “No es que quiera justificarme, pero crecí pensando que la violencia era algo normal. Así fue como me criaron”, recuerda Garfias. “Nunca me enseñaron a valorar a las mujeres. Vi cómo mis padrastros pegaban a mi madre. Ella volvía con ellos una y otra vez, así que las mujeres se convirtieron en algo sin ningún valor”.

Cuando era adolescente, Mario Garfias encontró trabajo como limpiador en el burdel de un próspero proxeneta de La Merced. Allí convenció a una chica para que lo dejase y trabajase con él. También captó furtivamente a mujeres de otros rufianes en el laberinto de callejuelas coloniales cubiertas de basura del barrio.

Al cabo de un año, Garfias regentaba un lucrativo negocio que daba trabajo a sus hermanos y a su madre. Ingresaba unos 1.000 dólares diarios a través de unas 10 mujeres y chicas que atendían a alrededor de 20 clientes al día.

En México, la forma más frecuente de la trata de personas es obligar a las mujeres y a las niñas a trabajar como prostitutas. Según la organización pro derechos humanos Walk Free Foundation, en el país cerca de 380.000 personas se encuentran atrapadas en las variantes modernas de la esclavitud, entre ellas la prostitución forzosa. Suele ser un negocio familiar. Normalmente, las víctimas conocen a sus explotadores y viven en la misma comunidad.

A Mario Garfias, que actualmente tiene 39 años, y a su hermano Enrique le bastaban unas cuantas semanas para atraer a una mujer con falsas promesas de un futuro mejor. La colmaban de “gestos románticos” como un ramo de rosas, un osito de peluche o una caja de bombones.

“La verdad es que era facilísimo. A mí, lo que me daba mejor resultado era hacerla creer que estaba enamorado de ella”, cuenta Enrique, el hermano menor. “Si pasábamos junto a una casa bonita, le decía que sería nuestra en cuanto nos casásemos y tuviésemos hijos”.

El blanco de los Garfias eran las mujeres de familias pobres y conflictivas en las que violencia de género o sexual eran moneda corriente. “Eran vulnerables. Tenían falta de afecto, y nosotros nos aprovechábamos de ello”, confiesa Mario Garfias, que lleva un tatuaje de un escorpión en el cuello y otro de una mujer desnuda encadenada en el antebrazo.

“No hay nada más fácil que engañar a una mujer que no se quiere a sí misma y cuya autoestima está por los suelos. Primero aumentaba su amor propio, y luego, cuando estaban conmigo, se lo destruía”, asegura.

Control total

Los hermanos también ejercían control psicológico sobre sus víctimas, amenazándolas con hacer daño a su familia si se negaban a trabajar o intentaban escapar. Mientras el hermano mayor cortejaba a las víctimas, estas compartían detalles familiares, como el nombre de sus padres y dónde vivían. “Tengo buena memoria. Después utilizaba contra las chicas la información que me habían dado”, reconoce.

Los hermanos acostumbraban a representar los papeles del “poli malo” y el “poli bueno”. Enrique era considerado el que “consolaba”, el hermano más amable y galante, mientras que Mario era el violento.

 

Su madre cocinaba para ellos y para sus víctimas, y ordenaba a las mujeres que trabajasen más. “Yo no decía nada del trabajo de mis hijos con las chicas porque lo veía como algo normal. No pensaba que fuese nada malo, porque yo lo había vivido”, cuenta esta mujer de voz suave.

Mario Garfias reconoce que disfrutaba del dinero y del poder. Con lo que ganaban sus víctimas compraba coches, ropa de diseño, teléfonos móviles y apartamentos amueblados.

Ambos dicen no tener conciencia de estar cometiendo ninguna maldad. “Yo había visto a mi madre trabajar de prostituta. Creía que era lo normal”, recuerda Enrique Garfias. “Para nosotros no eran seres humanos; eran nuestras trabajadoras. Las consideraba una mercancía que me proporcionaba el dinero con el que se mantenía mi familia”.

Controlaban prácticamente cada paso que daban sus víctimas: cuándo podían comer y dormir, con quién podían hablar y en qué esquina se tenían que poner. “Tenían que pedir permiso para todo. Nunca estaban solas”, explica Mario Garfias.

En los mugrientos hoteles y casas de La Merced había prostíbulos con habitaciones separadas por sábanas. Los hermanos sobornaban a la policía para que les diese el soplo cuando iba a haber una redada, y empleaban a vigilantes callejeros para que detuviesen a cualquiera que intentase escapar. “Les decía a las chicas que se fijasen en cuánta gente levantaba la mano cuando yo silbaba. En una sola manzana se levantaban dos o tres”, cuenta Enrique Garfias. Luego añadía: “Ya veis que es imposible huir”.

La cárcel

Pero, en 2003, una chica de 16 años consiguió huir de la familia. Su testimonio ante la policía acabó con la detención y la condena de los Garfias, acusados, entre otros delitos, de explotación sexual infantil, algo que ellos jamás habían imaginado que pudiese ocurrir.

Sin embargo, en México, y en todo el mundo, pocos proxenetas cumplen penas de prisión. En 2016 fueron condenadas 228 personas en virtud de la ley mexicana contra la trata de seres humanos de 2012, frente a las 86 de 2015.

Mario Garfias, que se encontró entre rejas a los 25 años, experimentó la versión carcelaria de Panchito, un palo de madera apodado Banbán con el que los presos golpeaban a sus compañeros de condena. “En la cárcel me decían lo mismo que yo les decía a las chicas: que no valía nada, que no era nadie”, recuerda.

Un pastor de la cárcel introdujo a la familia a la Biblia, y los Garfias se convirtieron al cristianismo evangélico. Esperanza, de 56 años, cuenta que, tras su conversión, se dio cuenta de que había obrado mal y de que, como madre, debería haber recriminado a sus hijos sus actos delictivos en vez de consentirlos y apoyarlos. “Me avergüenzo”, confiesa.

Mario Garfias cuenta que, desde que fue puesto en libertad, se ha encontrado con cinco de sus víctimas y les ha perdido perdón.

Los hermanos esperan que compartir su experiencia pueda ayudar a cambiar la actitud de los hombres hacia la prostitución forzosa y los anime a reflexionar antes de pagar por tener una relación sexual.“Sin clientes, no hay prostitución”, sentencia. “Las chicas no están en las esquinas por voluntad propia. Los hombres no saben qué y quién hay realmente detrás de ellas”.

 

 

 

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