Su fama se le daba a la fuerza de su voz, que estuvo a punto de perder por un cáncer, y llena estadios en sus giras por Latinoamérica

Uno de los primeros recuerdos que tiene Alex Campos es el de ver a su mamá llorando. Él era el mayor de cuatro hermanos y sobre él recaía la furia de un papá déspota que no dudaba en resolverlo todo a punta de correazos. Un día la tortura terminó: el viejo se fue y la familia era libre. El precio que pagó por esa libertad fue alto. Al ser el hermano mayor tenía la carga de ayudar a su mamá a mantener a flote a la familia. No fue fácil. El primer reflejo que tuvo su madre fue el de pedir ayuda a la iglesia cristiana en Bonanza, un barrio de clase media baja del noroccidente bogotano, un barrio que conoce a la perfección porque debido a las dificultades económicas su familia tuvo que cambiarse unas 30 veces de casa –dentro de la misma localidad-en un lapso de 20 años.

Por esa época Alex Campos empezó a hablar con Dios. Le preguntaba porque los trataba tan mal si eran tan abnegados, si no le habían hecho mal a nadie. Su mamá pensaba que tenía una voz prodigiosa. Estaba tan segura que, cuando tenía 12 años, lo llevó a la Iglesia Cristiana, lo hizo subir a la tarima y prácticamente lo obligó a cantar. Él, inseguro, casi que temblando, abrió la boca y deslumbro. Ese día supo que tenía talento. Pensó en que pronto, a punta de cantar las canciones que componía en uno de esos ochenteros cuadernos de Angelito sería famoso, llenaría estadios y sacaría a su familia adelante. En el Instituto Henao-Arrubla, donde terminaría siendo bachiller, se convirtió en toda una celebridad gracias a su voz. Todas las noches se quedaba dormido al filo de la madrugada intentando convencer a Dios que le diera la oportunidad de trabajar honrándolo con su música. El milagro tardó años en llegar.

Para no morirse de hambre Alex Campos aceptó un puesto como mensajero. En una moto recorrió hasta aprenderse de memoria las intrincadas calles de Bosa, Kennedy y Ciudad Bolívar. En esa moto, en medio de un salario que rozaba el mínimo y la dureza del tráfico, aprendió a querer aún más a Bogotá. Dice que la conoce tan bien que nunca se perdería. Campos no necesita Waze para andar en Ciudad Bolívar.

La mala racha se extendería hasta el 2001. En esa época, hasta los 26 años, pudo ver que la música le retribuía todo el amor que le daba. Su disco, Tiempo de la cruz, empezó a sonar con fuerza en las entonces incipientes radios cristianas. Con la plata que alcanzó a hacer se trastearon para el barrio a frente de Bonanza, la Santa María del Lago. Parecía que los malos años habían quedado atrás cuando, una tarde en la que iba a tocar en una iglesia bogotana, la voz no le salió. Alarmado fue al médico y le diagnosticaron unos quistes en las cuerdas vocales. Tenía cáncer de garganta.

Fueron ocho meses en los que duró peleado con Dios. Simplemente se había cansado de luchar. No podía hablar, mucho menos cantar. Si no quería morirse tenía que someterse a una operación para extirparle los quistes. El problema que tendría era que después de la operación difícilmente volvería a cantar. Lo único que le permitía conciliar el sueño era sentarse en una mesa y garrapatear en un papel una canción que era una queja desgarradora. Durante semanas la canción no tuvo nombre pero le reforzó la fe hasta el punto de decirle al médico que no se iba a operar, que si se moría se moría pero él era un pájaro que si cantaba igual estaría muerto en vida. Medio año después de haberle sido diagnosticado el cáncer de garganta, no le encontraron rastros de quistes ni nada. Estaba sano. La queja-canción tuvo nombre: El taller del maestro se llamaba.

La canción no sólo lo hizo famoso en todas las radios cristianos del continente sino que lo puso a sonar en radios comerciales. Era un hit. Su vida se encausaba. Se casó con Nathalia Rodríguez la mujer con la que tiene dos hijos. En el 2006, a sus treinta años, llenaba estadios en Argentina, grababa conciertos en 3D y se convertía, junto a Marcos Witt, en el cantante latino más importante de la música cristiana. Su carrera se dispararía aún más en el 2013 cuando ganó el Grammy Latino por el álbum Derroche de amor. Su mamá ni sus hermanos volverían a pasar nunca más necesidades.

Alex Campo, muy a su pesar, es una celebridad. Tiene 6 millones de seguidores en Facebook. En cualquier ciudad de Latinoamerica lo paran en la calle sus fans para agradecerle por haber evitado, con su música, que una pareja de esposos se separasen. Hay gente incluso que atestigua que su música tiene un poder sanador. Uno de los pocos lujos que se da este bogotano a sus 41 años es el tenis. Cada vez que puede se escapa a ver un master en Estados Unidos o incluso el US Open donde casi siempre sigue a su ídolo, Roger Federer.

A pesar de ese éxito, se ha granjeado la enemistad de buena parte de los cristianos latinoamericanos. No le perdonan el concierto que hizo el 4 de febrero de 2015 en el aula Pablo VI del Vaticano donde cantó al lado del católico Martín Laverde. Lo consideraron una traición pero Campos no escuchó esas críticas. Con su fe intacta sigue unido a su religión hasta el punto que sus consejos fueron fundamentales para que un parrandero incorregible como Silvestre Dangond hubiera dejado la noche a un lado para regalarle canciones a Cristo como Mi fiesta, en donde hace dueto con su maestro Alex Campos.

Su gira Derroche de amor sigue su camino por todo el país. A sus conciertos ya no solo van cristianos. Su música es tan pegadiza que despierta admiración hasta en católicos radicales que han encontrado en sus letras otra manera de orar

Información de: Las 2 Orillas